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viernes, 5 de diciembre de 2008

LAS CRONICAS TAURINAS DE COMIENZOS DEL SIGLO XX.
Por LUIS ALONSO HERNÁNDEZ. Veterinario y escritor.

Hace un siglo, concretamente en los comienzos del año 1900, lo que se escribía de una corrida de toros, no era como en la actualidad.
Importaba poco la reseña de los toros lidiados, las faenas realizadas e incluso lo acontecido sobre la arena, pues lo que primaba era la crónica de sociedad sustituida en la actualidad por la “crónica rosa”.
Por ello he querido que llegue a ustedes lo que escribió allá por los comienzos del siglo XX Melchor de Almagro San Martín y que tituló: Una corrida de toros en el año 1900.
Domingo. Junio. El sol de oro que refulge sobre un firmamento celeste, finge quimérico capote de paseo en seda azul pálido, bordado de lentejuelas áureas. Huele tenuemente a claveles y rosas, las golondrinas recién llegadas rubrican la tarde con sus caprichosos vuelos. La nerviosa alegría de un día de toros llena de efervescencia las tascas y los cafés, sobre todo el Suizo. La gente ríe y habla a gritos. Sombreros de paja acabados de comprar, ternos claros nuevecitos, corbatas jarifas, cigarros puros que humean, bajo los agresivos bigotazos de moda retorcidos en forma de cornamenta. En los hoteles y casas de huéspedes, donde se albergan los lidiadores, gran trasiego de visitantes. Sobre las carteleras públicas y junto a las taquillas de la calle de la Abada, umbrosa como un patio andaluz, grandes letras rojas anuncian los nombres de Fuentes, Machaquito y Ricardo Torres (Bombita), toros de Murube. El gentío de aficionados se agolpa a las ventanillas donde se despachan las localidades. Los revendedores brujulean en torno con gesto burlón. Sabe que quien quiera obtener un buen sitio habrá de recurrir indefectiblemente a ellos.
Sobre la una se aquieta el oleaje callejero. La gente se va a casa para almorzar.
Hacia las tres vuelve la marea. En los albergues de los toreros comienzan éstos a vestirse los trajes de luces, escena que constituye, sobre todo en los matadores un verdadero rito, para presenciar el cual solo son recibidos ciertos aficionados de ringorrango, amigos íntimos de los diestros.
Yo soy admitido esta tarde, como uno de los privilegiados, en casa de Bombita Chico, a quien ayuda en la tarea de atender a los visitantes el gran chambelán de Ricardo, Álvarez Belluga, hombre gordo y simpático, conocido de todo el mundo.
A las cuatro y media ras con ras, para ir a la plaza taurina, termina el diestro de vestirse. El mozo de estoques le alarga reverentemente la montera que Ricardo encaja sobre la rubia testa. Después se envuelve en el capote de paseo, ciñéndolo bien y se dispone a partir, recibiendo antes de hacerlo, sendos abrazos y apretones de manos de los allí presentes que le desean mucha suerte.
Bombita se encamina al coso en un elegante milord, de cierto rico ganadero, su amigo y en compañía de éste, mientras la cuadrilla se empaqueta en una jardinera tradicional, que tirada por dos jaquillas postineras, enjaezadas a la jerezana, con gran golpe de moños pintorescos y alegres cascabeles, parte rauda, entre restallar de la cocheril fusta, aplausos de algunos entusiastas y griterío de chicos, que se lanzan como flechas tras el vehículo, relumbrante de platas y oros, en la serenidad de la tarde.
Tras la visita a la capilla y oración a la Virgen, que ningún torero deja de hacer con verdadera emoción, se forman las cuadrillas en el patio de caballos, cara al anfiteatro; que verbenea cuajado de impaciente público. Ni una localidad vacía. Arriba en el segundo piso la línea de palcos, donde dan su nota alba mantillas de las señoras aristocráticas. Más abajo, en el círculo inmediatamente inferior, las delanteras de grada, con la flor y nata de las mujeres de tronío, también con atavíos majos. Luego los tendidos, negros de gente, tanto los de sol donde se agrupa la plebe, capaz de aguantar varias horas seguidas los ardores de un sol fundente, por tal de presenciar esta fiesta de sangre y de valor, como los de sombra y por último, junto al ruedo, las delanteras de barrera, con su carga de acendrados inteligentes: Mariano Benlliure, bigote a la borgoña, patillas típicas y un clavel rojo en la solapa; Enrique Núñez de Prado, otros muchos ocios del Casino, la Peña y el Nuevo Club, como los hijos del duque de Granada, Valentín Vílchez y Gerardo Lancara con ancho sombrero cordobés; el duque de Arión y el conde de Heredia Spínola ; la Fornarina , sonrisa de pilluelo en una cara de ángel ; Mariquita Reyes, deliciosa, de fina belleza; Lolita “la ansiosa”; la Pretel, que cosecha tantos laureles en Apolo; las hermanas Izquierdo, hateadas como marquesas.
Un aplauso cerrado saluda la entrada en el palco regio de la Infanta Isabel, quien sobre sus blancos cabellos luce alba mantilla almagreña, sujeta con claveles rosa. Todos los gemelos se clavan en la augusta dama que llega acompañada por su fiel amiga de tantos años la marquesa de Nájera. Viste “la chata”, como cariñosamente la llama el mismo buen pueblo de Madrid que motejaba a Fernando VII, de Narizotas, cara de pastel, un vestido verde cotorra, según dice Valle-Inclán y se alhaja con gruesas perlas.
Otra emoción sacude al público que, curioso y agitado, se vuelve hacia los palcos. Es Gloria que, acompañada de su hermana Blanca, de su madre, la marquesa de Laguna y de su tío el duque de la Roca, acaba de instalarse en el palco de siempre.
La damita aristocrática, tan célebre en Madrid, es a la sazón delgada, pero de bien modeladas formas; graciosa de rostro, ojos brillantes, cuello esbeltísimo y negros cabellos, que en esta tarde se cubren con una magnífica mantilla blanca, de familia.
La música rompe en un alegre pasodoble. Muchos se ponen de pie. ¡Sentarse! ¡Sentarse! – gritan otros - ¡A ver una culaíta!...¡Señora, por Dios, que no me deja ver!...
Empieza el paseo. Los tres maestros al frente. Antonio Fuentes, el más antiguo, a la derecha. El rostro agitanado, el traje rosa y oro, al andar airoso. Luego, Ricardo, con su eterna sonrisa y sus ademanes aseñoritados; por último, Machaquito, pequeño, garboso, con grandes ojos africanos bajo las cejas muy anchas y un gesto de serenidad romana, ¡Tan cordobesa!
Los capotes de paseo desaparecen como por ensalmo. El de Fuentes va a la barrera de Pepito Sabater, el de Machaco al palco de la marquesa del Mérito, esa mujer tan finamente femenina que reúne la gracia andaluza con la elegancia londinense, y el de Bombita surge delante de Gloria, que con ese motivo recibe la primera ovación de la tarde.
Apenas bufa, en medio de la arena, el primer Murube – ojos brillantes, hocico de enorme ratón, cuerna gacha – y Bombita se abre de capa ante él, Gloria, como movida por un resorte, se pone en pie y se abraza a una de las columnas del palco, de cuya posición ya no se mueve en toda la corrida, salvo para aplaudir, cuando llega el caso.
Bombita con su característica mueca de vieja sonriente, se luce por verónicas. La plaza, con esa unanimidad que producen las grandes faenas taurinas, estalla en un ruidoso aplauso, que sube al cielo como una tromba. Luego, todo el tendido 8, el 7 y el 9 se vuelven hacia el lugar donde sigue de pie la chica de Laguna, a la que hace partícipe de la ovación, como partícipe la hace de la pita si el diestro favorito de ella incurre en desgracia.
Fuentes está estatuario y preciso en banderillas. Machaquito se “atraca de toro”, matando; los toros en cambio no responden. Es lo que Eduardo Muñoz dirá mañana en El Imparcial por centésima vez, lo cual no impide que a todos nos parezca muy nuevo, ingenioso y original:
“Según decía Pepe Moros
cuando hay toreros
no hay toros”.

La luz se viene abajo. El sol ha desaparecido del circo. Un vaho rosado fulgura en el horizonte, donde pronto comenzará a guiñar el lucero de la tarde. Las mulillas arrastran al último “morlaco”. Entonces es la avalancha hacia la salida. El taconeo sobre las escaleras de tabla que parecen van a hundirse; los empujones, las prisas para tomar los coches que acampan en la ancha avenida. – Señorito por aquí está el coche. – Señor marqués, allí tiene usted su coche… - ¡Braulio! ¡Braulio! El coche para el señor conde. Ese Demetrio, el golfillo listo y servicial, especie de Monte-Cristo popular que conoce a toda la sociedad que brilla.
Entre la masa de carruajes, casi todos cargados de hermosas mujeres con mantilla blanca; de jardineras enormes, a modo de tranvías sin raíles, tiradas por varios troncos de escuálidas mulas, vehículos que el público toma por asalto, de los picadores, jinetes en esqueléticos jamelgos con su “mono-sabio” de tufos, blusa roja y gorrilla, a la grupa de los carruajes en que los toreros, cansados pero con las facciones distendidas como sus nervios, tornan de la batalla, de la masa de peatones apresurados que por milagros escapan al atropello de la Guardia Civil a caballo, pasando al trote, en un torbellino de polvo, amarillos y plata, de los “Romanones”, con sus sables desnudos; de la música que amenizó el festival, se abre paso, saludado por todo el mundo rendidamente, el milord de la Infanta con la marquesa de Nájera al lado, tal como López mezquita inmortalizara a Doña Isabel y su compañía en el maravilloso cuadro que se conserva dentro del Museo Moderno.
Rodeando al carruaje de la Infanta váse con ella al Retiro el turbión de innumerables coches en visión fugaz de niquelados, charoles, arneses relucientes, redondas grupas de seda, belfos espumarajeantes, crines y ricos atavíos femeninos, mantones de manila, claveles y mantillas entre la gasa dorada de una puesta de sol, que abre la esperanza a otra jornada futura llena de dichas y venturas como la de hoy para estos afortunados mortales.
Nota:
Claro que tampoco hemos de extrañarnos sobremanera, pues hoy en día también algunos críticos taurinos “van a su bola” y parece como si la crónica la llevaran escrita de antemano con algo que se les antoja importante.
¡Más lucimiento de prosa que de información taurina objetiva!