LA
CORRIDA EN SOLITARIO DE JOSÉ MARIA MANZANARES EN LA FERIA DE SEVILLA 2013.
Por
LUIS ALONSO HERNÁNDEZ. Veterinario y escritor.
A
los ganaderos les había ido muy bien en las anteriores actuaciones del “celestial Manzanares”, por eso no
tuvieron inconveniente en sumarse a la pantomima torista, aportando toritos
enclenques que propiciaran el triunfo del divino torerito. ¡Craso error!
Esta
vez “el tiro les salió por la culata”
cuando Manzanares optó desde el principio, -no se si por reservarse o por no
poder-, y dejar ver, ante la falta de toreo, el escasísimo trapío de sus
preconcebidos colaboradores que esta vez quedaron inéditos y en ridículo no
ante el público de Sevilla, que ya dudo si entiende algo de Tauromaquia, pero
sí ante la crítica que esta vez estuvo a la altura de su deber informativo
escribiendo lo que vio y plasmando en el papel las triquiñuelas de un toreo
ventajista y falto de ligazón donde no se expone un alamar.
Se
habían desperdiciado dos toros, el primero de Núñez del Cuvillo, impresentable
para una plaza como la Real Maestranza de Sevilla a pesar de las astifinas
astas y el segundo de Domingo Hernández un toro rematado pero obediente y tardo
en la embestida.
Y
salió el tercero, un toro de Victorino Martín que no era un toro de los de
Bilbao, Madrid o Valdemorillo sino de los “victorinos
de segunda” que el ganadero de Galapagar reserva para plazas de menos
entidad torista.
Un toro que no se hubiera comido a ninguno de
los matadores de toros que se enfrentan a esta divisa con la verdad por
montera, con capacidad lidiadora y reaños para, tras asentar las zapatillas en
el incomparable albero sevillano, demostrar al victorinito que quien mandaba
era el torero.
Un “victorino de segunda”, en cuanto a
trapío se refiere, pero que a su sangre encastada sumaba su fenotipo musculado
derivada del ejercicio, y su comportamiento complicado por ser un toro mirón en
exceso, listo, gazapón, felino, cazador y geniudo, además de bravo.
Un
toro que en cada embestida enseñaba más blanco de la conjuntiva de lo normal y
que acabó (a pesar de la mano que le echaron su peonaje) con derrumbar “los palos del sombrajo” de Manzanares,
sacándole de quicio y llevándole a no dar pie con bola en los dos toros
siguientes; el grandote pero inválido 4º de El
Pilar y el sobrero 5º de Juan Pedro
Domecq que era un toro hondo pero manejable.

Menos
mal que “el torero de época” como le
bautizaron, tras sacarle por la Puerta del Príncipe en dos buenas actuaciones,
estaba toreando en un terreno más que amigo, apasionado con él, como es la
Maestranza de Sevilla, que si no a esas alturas con seis toros finiquitados sin
nada meritorio, el devenir hubiera acabado como el “rosario de la aurora”. Pero…
esa plaza llena a rebosar con unos precios que rondan lo sobrehumano, aguantó
estoica el fiasco, e incluso tuvo el señorío o la tontez, de animar al “fenómeno Manzanares” quien cual penitente
de Semana Santa se fue a implorar compasión de rodillas a la portagayola como
en otras ocasiones lo hiciera otro fenómeno compañero suyo del G10, tras el
fracaso de dos tardes anteriores, y muchas veces otros, no incluidos en la
élite taurina, para recibir a un tío con toda la barba y no a un novillote
adelantado que salió dotado de las virtudes de toro artista con que bautizó a
sus productos el fallecido Juan Pedro
Domecq.

En
la corrida a seis de Manzanares, faltó
el elemento toro y sin él La Fiesta de los Toros es pura pantomima. Pues
cuando sale el “tío de las barbas y los
rizos en el testuz, cuello y morrillo”, sobra la estética, las posturitas,
los posicionamientos y los pases dados de uno en uno, porque estos toros-toros
sacan el aire a los toreros que no saben lidiar, desmontándoles el castillo de
humo sobre el que han basado su tauromaquia.
Sevilla,
una vez más, ignoró estos asertos y el de la suerte suprema, cuando aún matando con estocada defectuosa, concedieron
la puerta grande a su torero. Claro que representa como medalla que se concede
a título póstumo.